3/13/2012

13 con 50

HIJO.—Madre, por fin la encuentro. Cada noche aguanta más.
MANOLITA.—El cuerpo, que es muy catedrático. Y aprende.
HIJO.—Acábese la caña y nos vamos.
MANOLITA.—¿A qué?
HIJO.—A lo que mandan las horas.
MANOLITA.—La noche dice bares, hijo mío. ¿Te he contado lo de tu padre almirante?
HIJO.—De aguas no tengo padres contados.
MANOLITA.—Es que el agua ni quita la sed. ¡César, en nombre de lo mojado y vivo, ponme la última caña, que se me llevan! Pues era de Albacete, hijo mío…
HIJO.—¿El almirante?
MANOLITA.—O fontanero, que tampoco vamos a regañar por un dedo arriba o abajo de cuernos. Tartajeaba pero sin venirle vergüenzas, riendo suelto, y quien torea esos vitorinos encoña a mocitas y a maduras. Como los canarios jodía amarillo y ligerito, y se acordaba mucho de su novia. ¿Y tú, hijo mío, andas enamorado?
HIJO.—No, madre.
MANOLITA.—Lista astucia. Guárdalo para cuando hayas rodado el mundo, que nos dan cuatro cartuchos y antes toca enseñarse a disparar. ¿Te he contado lo de tu padre explorador?
HIJO.—No caigo.
MANOLITA.—Los hombres guapos deberían prohibirlos, como los niños con pistolas, juntan lo peor de las hembras con lo peor de los machos. Una se acostumbra a que la follen fatal, que solo el diablo disfruta en la siega, pero que te pidan las pinzas del entrecejo... Eso no es natural. ¿Eh que no, César?
CÉSAR.—Ni sano.
MANOLITA.—Cacareaba y cacareaba, abanicándome con sus plumas de pavo real, que había descubierto tierras de negros, hijo mío, y montañas, y lagos, y desiertos, que cualquiera diría que aguardaban pintados y quietos a que se allegase él. Pero lo que es la vida, se mató al rodar por las escaleras visitando a un cuñado suyo de Segovia. ¿Tú eres hablador, hijo mío?
HIJO.—No.
MANOLITA.—¿Por qué?
HIJO.—Las cosas, cuesta decirlas.
MANOLITA.—Pues aprende a explicarte callado. Al hombre callado lo venden a pizcas. Porque no tiene precio. ¿Te he contado lo de tu padre trapecista?
HIJO.—Cuente.
MANOLITA.—A hablar poco le podía a las piedras, y se movía llevando el compás, sin estropear el aire. Si te parieron con esa gracia pueden pillarte rascando el váter con la escobilla. Que sobrevives. Y afamado. En el cine Las Arenas, que ya no está, que lo tiraron, le trasteé yo una mamada a tu padre trapecista que fue como la caída de Saulo del caballo. Si no vio la luz le faltó el peo de un piojo, o le sobraron los caudales de la hermana del sastre, que le habían sorbido el seso. Los trapecistas no soportan el hambre, hijo mío, flojean, tosen, y se caen bastante del trapecio. Pero termino con lo del cine Las Arenas: que tu padre desplegó su pañuelo, queriendo, lento, y con arte, y me limpió la boca. Como si una fuera ministra. O lo siguiente. Si alguna vez me he enamorado, me he enamorado de aquel gesto.
HIJO.—¿Nos vamos yendo, madre?
MANOLITA.—¿De qué harán los gestos que enamoran tanto? Ponme otra última, César, que aún no temblamos de maduros. ¿Y tú, hijo mío, andas enamorado?
HIJO.—Que no, madre.
MANOLITA.—¿Ni a medias?
HIJO.—Ni un cuarto.
MANOLITA.—Tonta astucia. Aprovecha antes de que el mundo te ruede por encima, que nos dan cuatro cartuchos y los tiros que aciertan se pegan al tuntún. Gracias, César, ¿en dónde estaba?
CÉSAR.—En los callados, Manolita.
MANOLITA.—Ay, los callados, los callados, qué peligro los callados, tajan honda la herida. Como están a tu vera y no dicen ni mu, te los inventas. Y te los inventas para que encajen contigo, que nadie inventa a petición del vecino. Te piensas que has encontrado al hombre de tu vida y resulta que se queda en cuento. ¿Me equivoco, César?
CÉSAR.—Ni en las comas.
MANOLITA.—Que inventen los que están en guerra. O los de las funerarias. O los poetas. ¿Te he contado lo de tu padre poeta?
HIJO.—Pruebe.
MANOLITA.—Los poetas son como los albañiles. Van en motocicleta y entienden de un oficio. A mí la poesía no me pica. No he tenido necesidad. He jodido mucho, hijo mío. Pero sus rizos me sacaban de mí. ¡Ay, qué rizos rubios! Le corté uno a escondidas, durmiendo, uno de la nuca, y era cosquillearme la pipita con sus puntas y derretirme en carne viva. ¡Pues no me he escampado yo diluvios universales con aquel rizo! Hasta que me lo perdieron… ¿quién me lo perdió, César?
CÉSAR.—La Tere. Para fastidiarte.
MANOLITA.—¡La muy culebra! Sentir cariño por algo, pase, pero que se sepa… Bien estuvo cómo acabó. Caída de la balconera. Empujada según los unos o empujándose según los otros. ¿Tú por dónde paras, César?
CÉSAR.—En medio, soy camarero.
MANOLITA.—Pero ¿recostado sobre qué lado?
CÉSAR.—Tendiendo ropa te caes si quieres. Iba muy enchochada del aviador.
MANOLITA.—Ay, hijo mío, el aviador, ¿te he contado lo de tu padre aviador?
HIJO.—No.
MANOLITA.—Apuntaba a astronauta, pero por ser de Teruel y estar justo de letras no pasó de aviador. Y tan feliz. Follaba con casco, y me explicaba colores de nubes, como ellas cogía vericuetos de algodón y se deshacía despacio. Me quería enamorada, aunque a mí no me alcanzaban a tanto las ganas. ¿Y tú, hijo mío, andas enamorado?
HIJO.—... a veces.
MANOLITA.—Así es como hay que estarlo, a veces siempre. Y que no nos acojonen los a veces ni los siempre, que patentaron el miedo para tenernos asustados. ¿Te he contado lo de tu padre de Lugo?
HIJO.—Pudiera.
MANOLITA.—De cría mi abuela me dijo que los de Lugo no cagaban en jueves, y les cogí repelús, que aquello me parecía achaque de gente embrujada. Después, con tu padre de Lugo, pegaba la oreja a la puerta del baño, y desde que se descompuso en jueves, se me descompuso a mí también el mito. Los de Lugo en lo normal se acuestan y se levantan, pero como me alelaba tanto el miedo me creía que me trajinaba a un mariscal. Qué misterios nos ocurren en la cabeza, ¿eh, César?
CÉSAR.—¿Sí, Manolita?
MANOLITA.—La cabeza, digo, que es muy rara.
CÉSAR.—Sí, Manolita.
MANOLITA.—César fue médico, pero se hartó de prohibir fumar. ¿Tú fumas, hijo mío?
HIJO.—En las bodas.
MANOLITA.—Hay que fumar y gastarse el cuerpo, porque que se nos gaste sin usarlo es manía de bobos. ¿Te he contado lo de tu padre matemático?
HIJO.—¿Y si me lo cuenta en casa, madre?
MANOLITA.—En casa se come y se caga. Se cuenta en los bares. ¿Verdad, César?
CÉSAR.—Verdad y media.
MANOLITA.—Qué lindo lloraba tu padre matemático, hijo mío. Nació con los número estudiados y todo lo quería enderezar echando cuentas. Pero la vida no cuadra. Y los números pinchan hueso. Y durante los bajones lloraba como solo lloran los matemáticos. ¿Lo recuerdas, César?
CÉSAR.—Jovenzuelo y con lentes redondas.
MANOLITA.—El mismo. En sus restas y cábalas no daba una, pero en sus lágrimas, ay, en sus lágrimas atinaba. ¿Y tú, hijo mío, vas a la escuela?
HIJO.—Día sí y día no.
MANOLITA.—Atiende, en la escuela como en la mili: ni de los tontos ni de los listos.
HIJO.—Quitaron el servicio militar, madre.
MANOLITA.—Que te crees tú eso. Las leyes no se quitan, se cambian por otras. ¿Te he contado lo de tu padre coronel?
HIJO.—Dispare.
MANOLITA.—Muy mariposa. Me lucía por los teatros y los balnearios para que la otra fama le menguara, pero la gente afina y se esmera cuando hay que tocar los huevos. ¿Y vas derecho en la escuela?
HIJO.—Con bonita caligrafía.
MANOLITA.—En eso le has salido a tu padre notario. ¿Te he contado lo de tu padre notario?
HIJO.—No.
MANOLITA.—Tenía de gaditano solo la partida de nacimiento. Rayente, esaborío y trabajador. Cuando se ponía con la jodienda recitaba el código penal, y me secaba el apetito de ancharme, que me lo imaginaba leyéndome la sentencia a garrote vil. Se hizo terrateniente en Logroño, con muchas haciendas y mucho mando, que es a lo que aspira todo gaditano esaborío. ¿Lo llegaste a tratar, César?
CÉSAR.—No, los gaditanos esaboríos me dan grima.
MANOLITA.—Pues no era mala gente, santa tampoco, vamos, como dictan los Evangelios que hay que ser. ¿Te he contado lo de tu padre obispo?
HIJO.—Me recordaría.
MANOLITA.—Sabía joder Su Eminencia, vaya que si sabía, manoseando con pausa el pecado, y me quiso, ¡uf, lo que me quiso! Lo adiviné porque defendía mi honor: si escuchaba puta en palabra, lo dejaba correr, que las palabras están para decirlas, pero como escuchara puta en insulto, a la guerra que iba. Y venció una ristra, ojo, que aunque cebado, puñeteaba con rabia. Y las pendencias que no ganó, como cuando se enganchó con un picapedrero de Murcia, nada más arreglarse el costillar roto removió Roma con Santiago para excomulgarlo. ¿Te he contado lo de tu padre picapedrero de Murcia?
HIJO.—En casa, madre, cuéntemelo en casa
MANOLITA.—A casa hay que regresar bebido y contado, hijo mío. Locomotoras han follado con más miramiento. Qué salvajería. Qué brutalidad. Qué chiquita me hacía. Como marido de amiga pudiera servir, y pegarle un tiento de higos a brevas, pero rondarlo siempre… quita, quita, que hasta la Capilla Sixtina empacharía si nos la pintaran en el techo del dormitorio. ¿Verdad, César?
CÉSAR.—Tú eres tu experta.
MANOLITA.—Lo soy. Y esto... ¿a qué venía?
CÉSAR.—Por el picapedrero de Murcia, Manolita.
MANOLITA.—Ah, eso, eso. Al hombre de tranca enorme, hijo mío, le ahuecaron la mollera de conocimiento y le traspasaron los sesos del cerebro adonde mejor echa ideas un hombre. Por lo que resulta de cortas luces y fácil embauque. Y tu padre picapedrero de Murcia se me amigó para que yo apaciguara al obispo y le removiera la excomunión, que le tenían en un sinvivir los infiernos y las perrerías que de allí se refieren. ¿Y tú, hijo mío, andas gallardo con lo que se anda?
HIJO.—No hay queja.
MANOLITA.—Y si te la dieran, no te achiques, que vienes de casta tú, que nadie aguantaba en firmes como tu padre ingeniero de caminos. ¿Te he contado lo de tu padre ingeniero de caminos?
HIJO.—César, vete apagando las luces.
CÉSAR.—Voy.
HIJO.—Cuente, madre, del ingeniero de caminos.
MANOLITA.—Pongo horas y me quedo rácana. Incluso habiendo descargado el remolque. ¡Qué cosa de verse! No le sacábamos fotos porque era hombre decente y con familia católica que leía periódicos. Repetía que el mérito no era suyo y se quitaba pronto del foco, y claro, la modestia agranda el prodigio, ¿verdad, César?
CÉSAR.—El prodigio o la monstruosidad.
MANOLITA.—Muchos, como aquí el César, le pillaron tirria a tu padre ingeniero de caminos, que los hombres envidian más un tieso de horas que un cipote de elefante. Y lo achacaban al oficio, que por apuntalar puentes jugaba con ventaja.
CÉSAR.—O que empeñó el alma.
MANOLITA.—No escuches a César, hijo mío, que follaba sin vicios para haberse fumado el alma. ¿Te he contado lo de tu padre brujo?
HIJO.—Para brujos se está quedando el bar. ¿Lo ve, madre?, a oscuras.
MANOLITA.—Retirado parecía un farmacéutico, pero a la vera, y a la oreja, contaba cada desvarío: anticristos, apocalipsis, niños con dos cabezas. Se le ahumaban los ojos en sangre y quería desenterrar a Satanás. Y con esas intenciones ataba a un macho cabrío a la pata de la cama. Aunque el animal nunca pasó de bestia. Quiso probar los tres revueltos, pero el cabrón, las noches que lo encaramó al catre, se emborricaba solo con él, no conmigo. ¿La última, César?
HIJO.—Madre, no hay últimas.
MANOLITA.—¿No, César?
CÉSAR.—No.
MANOLITA.—¿Me echas?
CÉSAR.—No, Manolita, se te dice que te vayas.
MANOLITA.—Pues arreando, que ya aburrimos con nuestras miserias. ¿Te he contado lo de tu padre Ava Gardner, hijo mío?
HIJO.—Cuéntemelo de caminito a la calle. ¿Cuánto se te debe, César?
CÉSAR.—Han sido siete cañas, un pincho de tortilla y otro de chocos. Ponle 13 con 50.
MANOLITA.—Qué hembra, hijo mío, qué hembra. De carne hasta las cavilaciones. Para montar una religión sin embustes. Lo del Fary se le disculpa, que nos emborrachamos para no ver mejor. ¿Me guías, hijo mío?
HIJO.—La guío, madre, para eso estamos.




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10 Comentario:

jojoaquin dijo...

príncipe de los polígonos: parece que lo hubieras grabado a escondidas. Enorme diálogo. Enormes frases las de la madre y enormes también el camarero y el hijo contrapunteando. Un fuerte abrazo

Occam dijo...

Me cae bien la madre, el camarero, el hijo y quiero irme de cañas con todos los padres.
T R E M E N D O !!!!!!!!!!!
APLAUSOS!!!!
LA OLA!!!!!
LA MADRE BAILANDO LA LAMBADA!!!
y mis pulgares entre el tumulto enfervorecido.
Un beso

chatnoir dijo...

Que bueno!! he estado sentada todo el rato en una esquina de la barra, muda e inmóvil escuchando la conversación y sin pestañear, eh? ;)

Besos.

El hombre de Alabama dijo...

Y a veces me dicen que a mí se me dan bien los diálogos.

Glups.

Sarco Lange dijo...

Hoy no sé si comentar el texto o comentar a su escritor, creo que al escritor: viejo, te has pasado.

Beatriz Rojo dijo...

Gran texto.

Mothman dijo...

Gran diálogo, mejor dedicatoria
Un abrazo.

Occam dijo...

Es que te vuelvo a leer por que aun no te creo. Jurame que eres la madre o esto no tiene sentido.

el bocón dijo...

Madre mía amigo como he gozado leyendo, has conseguido que se detenga mi tiempo y eso hace que esté en deuda contigo. Es una preciosidad de dialogo a tres bandas, haces carambola con los ojos cerrados y de espalda. Eres fabuloso Antero.
Un abrazo.

Beatriz Boca dijo...

Estoy con Occam, o eres la madre o estoy no hay quién se lo crea. qué grande!