8/05/2011

Taxidermias Edipo (I)

Javier Zafra, cuando niño, pilló a sus padres en pleno fandango y quedó extasiado. No azorado, o acongojado, o traumatizado. No, extasiado. La pintura se le sembró en la caja del pensar y de adulto germinó en la siguiente paranoia.

La criatura traspuso la treintena sin apego por la jodienda. Todas las profesionales que su madre, doña Angustias, a lo largo de los años, contrató para que su Javierín no se alelara en exceso, fueron saliendo del aposento filial cabizbajas y meneando negativamente el cuello. La abnegada madre se llegó a traer de Ceuta a la «Metralleta», una veterana prostituta de la que se refería que cada puente largo se pasaba por la piedra a media bandera de la Legión, incluidos mandos, gastadores y cabra. Pero ni metralleta, ni cañón antiaéreo, ni obús del quince, Javierín no espabilaba. Ensayaron con los baños de tomillo en los bajos, las estampitas de santos cosidas a los gallumbos, los curanderos visionarios, y por último, desesperados, acudieron a la ciencia.

Corrían los años sesenta del siglo pasado.

—¿Doña Angustias?
—Servidora, doctor, dígame.
—Vamos a realizarle a su hijo unas pruebas por si resultara que fuera diabético.
—¡Quieto ahí, medicucho de pacotilla! ¡Qué diabético ni qué diabético! ¡Mi hijo es de Franco como el que más! ¡Arreando, Javierín, que la duda ofende!

Ya habían dado por naufragado el barco cuando Javierín, una tarde lluviosa muy propicia para los desprendimientos de sinceridad, le confiesa a doña Angustias.

—Es que a mí, lo que me pone, es veros a ti y a papi de aquella manera.
—¿Cómo «de aquella manera» Javierín?

Cuando Javierín declaró con pelos y señales lo que era «de aquella manera» doña Angustias no lo mata a testarazos con la plancha porque el tontorrón, aunque tontorrón, sabía correr que se las pelaba. No obstante, sofocado el pronto, doña Angustias transigió.

—¿Que yo qué?, ¿a que te arreo a ti con la plancha?

No, por favor, señora, me refiero a que usted cedió, que junto a su marido consintió en auxiliar a su encantador hijo en su primera experiencia sexual.

—Ah, eso sí, caballerete, que lo otro sonaba muy marrano. Y cuando las palabras suenan mal, por algo será. Que una por el bienestar de su hijo hará lo que tenga que hacer, menos timbrarle el badajo. ¡Vamos, hombre, no se lo he meneado a mi marido, se lo voy a menear a mi hijo!

¿Prosigo con la historia?

—Con recato, caballerete, que no está el horno para bollos.

Contratan a otra profesional del frotamiento. La acuestan con Javierín. Don Germán, el padre, y doña Angustias, en pelota picada, toman posiciones al pie del camastro. Doña Angustias sujeta la diestra de su marido, se la arrima a los pechos, y amasa y amasa. Y ante aquella escena, pum, se obra el milagro, la maquinaria del tontorrón brinca como liebre. La profesional, instruida y puesta en aviso, se arroja sobre la metáfora y tracatrá, desvirgado habemus. Teníais que haber contemplado a doña Angustias, prendida de orgullo maternal, al borde del llanto, en éxtasis catedralicio, ignorar los sumisos murmullos que su marido le dirigía.

—Angustias, por favor, ¿tú te crees que esto es normal?




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1 Comentario:

jojoaquin dijo...

genial. Qué forma de romper a la literatura de sus complejos