3/04/2016

Conejos muertos

Mi abuela por parte de madre se llamaba Carmen, Carmen Barviento, la comadre Carmen, y decía que sufrir, los ricos, que ella padecía, porque un padecer de pobre daba para tres sufrimientos señoritingos. Y tenía por costumbre cristiana rezar abroncando a una imagen de la virgen de Araceli alojada en su dormitorio. Estaba para retratarla, endemoniada, a lo capitán general, escupiendo injurias y barbaridades a la Patrona de Lucena mientras hacía la cama o doblaba mantelerías en el arcón.

«Malaputa, que me pones blancos los manojos del coño. Porque hemos vivido lo nuestro juntas, que te mandaba de una patada al estercolero, a que te royeran las ratas. Que cuando quieres, puedes, pero cuando no te sale de donde meas, no hay manera. Que parece que te distrae endiñarle barrigas a mi niña Encarnación, que si tú hubieras estado por lo que tenías que estar, como era tu obligación, la breva no hubiera caído tan fácil, leches, que para preñarse se necesitan tres: un ella, un él, y una casualidad. Pero tú no, tú a tus pasatiempos, cloqueando con tus vecinas, o tocándote la higa, que ahí se te pudra. ¡So guarra!».

El pequeño altar dedicado a la virgen estaba sobre la cómoda, con su empalizada de cirios que entenebraban el dormitorio y lo volvían covacha de brujas y sumidero de almas que no se determinan a irse. Como no me emboscara con arte, como mi abuela me descubriera el hopo tras la puerta, achicaba la voz y seguía la misa por lo bajini. Y de oírla floja, o no oírla entera, se me antojaba que me perdía las blasfemias mejores y más demonias.

Mi abuela Carmen, siendo ya comadre mayor del reino, brindó socorro a una sobrina suya, Teresa la Coja, que parió un niño en los años de la guerra. Teresa, a causa del hambre, los pechos escurridos y tener al marido fusilado, llevaba a su recién nacido a mi abuela para que le diera el pecho. Por ver si entre las dos juntaban el alimento de una. Del roce de aquellos amamantes vino el apego, y Pello, que así se llamaba la criatura, pasó a integrarse en el conejeo de parentela —ahijados, nietos, sobrinos, primos, primos segundones— comadreados por mi abuela. Dicho en claro, que lo tenía presente en sus oraciones.

Pello, ya hombre, arriero y casado, se encoñó de una titiritera ambulante; muy reguapa, muy pintada y muy moderna. Y como su trabajo era estar entre viajes y el de la otra igual, hacían por verse cuando coincidían sus nortes. Y si no ocurría de natural la casualidad, ya se encargaban ellos de que ocurriera con calzador.

—Que te vas a desgraciar, Pello, a ti, a la Concha, y a tus dos hijas.
—Comadre Carmen, son roces de un rato.
—¿Un rato? Mira que los coños de esas fulanas chiribetean como fuegos artificiales, es su oficio, no la decencia, y os emboban la cabeza. Aunque la verga los olvide, la cabeza os los recuerda. Y luego los coños honrados no os saben a ná.
—Créame cuando la digo lo que la digo.
—Cómo voy a creerte cuando no te crees tú.


Los chismes fueron echando mantecas: que se les vio en la feria de tal pueblo, que por donde pasaba la caravana de cómicos, pasaba al rato el carro de Pello... Tanto que los dos elementos se metieron en trámites de escaparse. Pero en las vísperas de la procesión la titiritera se quebró una pata. Se la arreglaron como se arreglaban entonces estos estropicios, el barbero Heredia, y quedó con gran cojera. A Pello le sentó el remiendo como aparición celestial, porque aquellos andares cojitrancos le revivían a su madre. Y rompieron peras.

«Ves tú que cuando quieres, quieres nuestro bien, y nos tratas como las personas que somos, y no como tu entretenimiento, mi niña guapa, que eres más bonita que el pan, y que te quiero como si te hubiera parido cuarenta horas seguidas. Bendita seas y bendita noches tengas. Y vélame por Frascuelo y Dolores, y por los niños de la Carmela que tosen como viejo y escupen saliva colorá».

Mi abuela por parte de madre se llamaba Carmen, Carmen Barviento, la comadre Carmen, y sacrificaba los conejos de un golpe con el almirez.

—¿Te enseño, mi niño?

Me sonreía meneando el conejo muerto.








García Rodero

3 Comentario:

tecla dijo...

Ha sido el relato más tierno y entrañable de todos cuantos he leído en Bogger hasta ahora.
Gracias Iris Lapetra.

tecla dijo...

Cada relato es una pequeña joya.
Estoy entusiasmada.

P MPilaR dijo...

*oh, leñes, la brava cojichuela
sin más conejo estrenau
asín de prestarle alivios
a quienquiera reventón.
y más en hambres que en guerra.
A la que Carmen, pellejo y peinador.
Las muchas, con faltriquera/
e loores. D'esos**

¿y algo replicó la Carmen?


bss