11/27/2018

En el principio eran las ganas de Verbo

Y el Verbo se hizo carne; Jn 1,14

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios,
y el Verbo era Dios; Jn 1,1

Deshablemos lo andado,

despiadadamente muda en trenzas,
afílate el clítoris contra las cortinas
y reza gata
entre melindres de celo
y sal.

Demuestra que tú,
el Verbo,
lo quieres con pocas palabras.








Marcel Marien

11/16/2018

El Gutiérrez

Era cosa de verse: más bicho que persona, con el diente afilado, los ojos lagartos, hocicos de cochino, barbón como zarzales y el pelo crecido por las cuatro esquinas; una pelambrera asalvajada, de años y años durmiendo al raso y revolcándose donde las serranías no aparejan mapas. Pezuñas por pies, que hay huellas en el cerro de los Cabrales, y los dedos muy uñados y torpones, me figuro que a causa de usarlos para menguado oficio: escarbar, desgarrar las carnes cazadas y espulgarse cuando le rabiaban las garrapatas y liendres. Tampoco era mono, o mono entero, al menos no monito de feriante que como lo eches al puchero no te llena los huecos de las muelas. Este era fornido, grandullón, a lo alto y a lo ancho, lo que no le quitaba la presteza de un cervato cuando triscaba entre riscos, peñas y collados. Sabía latín en cada olfateo, no exagero, señor secretario, que por los olores nos averiguaba los apellidos y si la preñadura de la borrica guarecía a macho o hembra. Los hay que pregonan que lo asomó a la vida la Raimunda, una que paraba en la casona de las Pomas, mitad bruja, mitad leída, que estuvo en tratos con el Cornudo; entiéndaseme lo que le cuento, señor secretario, con el diablo, que en estas serranías pitones nos despuntan a todos y eso no anuncia que nos bautizaran con agua negra. Pero a lo que íbamos, al decir de esas lenguas las noches de luna llena la casona de las Pomas se prendía con luminarias fantasmales y sonaban soniquetes y estribillos picudos, como cuando se entreabre la trampilla del infierno y ascienden sus humaredas a cobrarse incautos, y que la Raimunda se dejó preñar por la visita, tampoco azuzada por sofocón o enamoramiento, sino para entretenerse la siesta del domingo ya que ella amaba con todo su coño a don Gabriel, nuestro último párroco… Licencias de las serranías, señor secretario, que sus soledades son muy grandes y sus gentes muy pequeñas. Y fue la Raimunda y se lo confesó a don Gabriel: «Gabriel, que estoy echando barriga y me pienso que no es tuya». Y don Gabriel: «no te hagas penas, mujer, que la vida lleva siglos inventada, tú acarréalo que se le querrá igual». Y la Raimunda: «Ay, Gabriel, que este cuco trae funesta calaña». Y don Gabriel: «¿es hijo de los hermanos Valladares?». Y la Raimunda: «no, no». Y don Gabriel: «¿de Ginés el prestamista?». Y la Raimunda: «no, no». Y don Gabriel: «¿de Abelardo Cepeda?». Y la Raimunda: «que no, Gabriel, que no». Entonces reveló quién le sembró la simiente, resignada ella a abrirse las entrañas en cuanto se lo ordenase don Gabriel. Pero don Gabriel que de tan bueno parecía que cagaba dulce respondió: «le venga de donde le venga la cornamenta a ese morlaco, hijo tuyo será, y por esa regla de tres, criatura de Nuestro Redentor». Y la Raimunda: «¡ay, Gabriel, que estos vericuetos nos sacarán juicios, que no me parecen decentes!». Y don Gabriel: «a buenas horas invocas la decencia, Raimunda, que te gusta ser católica cuando no toca; parirás a ese hijo y sanseacabó». Y parido fue. Hasta que lo bautizaron a escondidas y la iglesia se derrumbó, que hay que estar tonto de pedradas en las sienes para pretender enderezar a católico lo que se engendró sin Dios. Pero a don Gabriel, que de tan bueno parecía que el peerse le olía a menta, se le puso en sus mismísimos que era criatura del Señor y si venía al mundo vendría empadronado con sus papeles cristianos apostólicos y romanos. El hijo se salvó porque a la hora de abandonar la barriga materna ya rebrincaba como cabritillo saleroso. Y así pues, falto de padre y madre, ajiló al bosque del Lagar, a educarse entre las bestias, que tampoco es manco apaño. Otras habladurías apuntan que lo bajó una tormenta; centellas y resplandores, allá por los Cabrales, lo escupieron a tierra como quien despeña al galgo porque no tiene estómago para ahorcarlo. Y como estas murmuraciones y hablillas unas quinientas más que no le refiero para que no se me piense usted que los serranos aventamos los chismes. Aquí las fábulas son cardos borriqueros: crecen entre los riscos y por su cuenta, ¿estamos?, ni las regamos ni le buscamos explicación, que no sé adónde va a llegar el mundo con tanto querer entender el mundo, que la tierra está para lo que está, para pisarla un rato antes que nos sepulte. Y no me haga mohines, señor secretario, que aunque tengan esa mentira por verdad en sus ciudades, los serranos no somos dados a los fantaseos, que en la capital todas las pendientes ruedan cuesta abajo, y a sus heladas nosotros las llamamos verano, y allí ustedes podrán inventar novelerías y teatros para distraerse el aburrimiento, pero aquí arriba no hay tiempo para prodigar el tiempo, debes colmar la alacena antes de que se allegue el invierno, criminal sin castigo, porque cuando principian las nevadas, en los remates de octubre, nos quedamos siete meses sin noticias de la capital, más solos que la una hasta abril o mayo, y así desde Dios es dios y Satanás diablo. De manera que nuestro entendimiento está hecho para lo que está hecho, señor secretario, para menudos abalorios y agarrarse a la vida como la mala hierba; feos, espinosos y espaciados. Y en eso, en aguantar vivos, le impartimos lección al catedrático que nos eche un pulso, que aquí vivimos retirados y las ordenanzas nos llegan muy aguadas, pero eso no nos hace mermados de civilización y conocimiento; y si no hay pan buenas son tortas, y si no hay médicos que nos enmienden la pata quebrada aprendemos a correr cojos, y si el hambre se nos cuela en la casona se le pone un plato en la mesa como a otro más en la familia, y si en siete meses no se le ve el pelo a la guardia civil ya le plantamos nosotros un tricornio al tonto para que semeje que nos ronda la ley. Así que usted se guarda las sonrisas para cuando le refieran una gracia, señor secretario, y yo retomaré el meollo de lo que le iba versando. Lo de «Gutiérrez» le vino porque con algún mote habría que nombrarle; y por Gutiérrez Carvajal Mercado, un zagal que se murió de hermoso y de tanto que se lo trajinaban las serranas. Llamaban a su puerta el año entero y durante las fiestas de San Miguel era un procesionar mayor que a la capilla del santo: solteras, casadas, comprometidas y amancebadas. Las hembras serranas no son como las de la capital, no se emboban con las tonadas de la radio ni se distraen con la imaginación; aquí cuando las serranas escriben novelas las escriben con el abecé de sus santos coños, y como encarte que te cruces en su camino cuando andan inspiradas, se te ventilan más pronto que se santigua un cura loco… Licencias de las serranías, señor secretario, que sus soledades son muy grandes y sus gentes muy pequeñas. Por lo que le vengo explicando el tal Carvajal Mercado dejó más hijos que un burdel y puesto que a todas las familias serranas nos corre sangre suya, medio en broma, que es como se apuntalan las ideas serias, echamos a volar la nombradía; que lo hermoso de uno y lo horroroso del otro equilibraban los balances y contrapesos de la Creación, porque si sale «cara» quinientas veces tiene que salir «cruz» otras quinientas: son aritméticas de Dios. No hablaba palabra cristiana o pariente y siempre se le veía furtivo, cuando las atardecidas, que se sentía en familia entre penumbras. Y despreciaba el arrimo de persona numerosa, quitando a las hermanas Valladares a las que acudía a comerles de la mano y a aprender a gruñir el padrenuestro. Amalia y Nieves Valladares vivían en el caserón del Lagar, en las serranías más serranas, junto a sus otros dos hermanos, Cipriano y Abel. Estos dos elementos, verrugas hechos hombre de tan mala sangre que les ponzoñaba las venas, en vista de que no encontraban hembras con las que compartir soledades maridaron con sus hermanas… Licencias de las serranías, señor secretario, que sus soledades son muy grandes y sus gentes muy pequeñas. Aquí nuestro natural es lo católico, pero desde que se hundió la iglesia y se llevó por delante a don Gabriel de doctrina andamos flojos. Si Nieves y Amalia consintieron gustosas con el casamiento solo ellas le podrían dar parte, pero todo harta y de todos los empachos el matrimonio se lleva los laureles. Y fuese por el propio hartazgo de olerse las pestes, fuese por las palizas de continuo o fuese por el vino del Pereda, quisieron echar a volar. Aunque estas serranías no albergan escape que valga, que no hay presidio que mejor encierre que las enormidades: ¿adónde vas a ir cuando no hay adónde ir? O se allegaban a la Venta del Pereda a pedir socorro o se tiraban al monte. Los hermanos las cazaban con los perros o se allegaban a la Venta escopetas en ristre a matar a quien tuvieran que matar. Y de vuelta a la casona del Lagar con el riñonar caliente para que sacaran lección. Hasta la siguiente escapada y la siguiente somanta. En una de estas las dejaron casi sin resuello, sarpullidas de cardenales, obispos, nuncios y pontífices, y las osamentas principales partidas con perverso esmero. Coincidió esta peripecia con luna llena y por primera vez oímos al Gutiérrez aullar arameos diabólicos, como si la tierra se agrietara y esa misma hendedura fuese una boca que escupía el dolor más hondísimo. Cipriano y Abel se hicieron fuertes en su casona con todas las postas de jabalí que pudieron apañar porque comprendieron que aquellos aullidos los nombraban. Hubo dos noches de tiros. A la tercera, cuando volvió la paz, encontraron a Cipriano las tripas al aire y abejeado de moscas. Y a la vera del muladar a Abel con la misma suerte que su hermano. Cuando usted lo pida, señor secretario, lo llevo a sus sepulturas porque allí deben seguir si no ha principiado el acabose de los tiempos que certifica la ciencia católica. De este pleito el Gutiérrez quedó con mucha herida, eso es tan fijo como que hay un cielo que nos cobija y un infierno que nos acecha. Y aquí se hubiera acabado el cuento de no ser por don Ismael y don Arturo que lo encontraron sin conocimiento, seco de sangres, y lo salvaron con sus artes. Don Ismael y don Arturo eran hombres dados la vuelta igual que los calcetines, usted ya me entiende señor secretario, y como en la capital eso es feo pecado se mudaron a las serranías a vivirse su propio vivir. Compraron por dos perras la casona del Arniche y la emperifollaron a su raro gusto, con pinturas colorinas, y cortinas cascabeleras, y un jardín de flores marchitas. Aquello levantaba la guasa entre los serranos porque aquí solo arraigan los abrojos y las ortigas, y de entre ellos los más punzantes y venenosos, pero agotadas las burlas te partía el alma verlos insistir con sus enclenques rosales y geranios, tiritando como potrillos recién paridos, y de no haber sido por la caridad de unos y otros el primer invierno los avía al otro barrio. Tenían las letras aprendidas y el alto, don Ismael, médico en regla. Y para devolver los favores a los serranos se nos pusieron de doctores: asistían a los partos, cosían las carnes, los huesos quebrados, en fin, todo aquello que podían dar arreglo con las contadas medicinas que el ventero les traía de la capital y el «lavarse», que no se les caía de la boca el «lavarse», porque según don Ismael: «el Lagarto cura más que los milagros». Señor secretario, aquí arriba que dos hombres junten los meaderos, a escondidas o al sol, aunque sea usanza tan asombrosa como cagar por la boca, nos trae sin cuidado, allá cada cual con sus cadacuales, y se les cogió apego, mucho apego, porque aunque uno tenga ya los huevos escocíos y apaleadas las utopías, y aunque haya aprendido con hierro candente que este valle de lágrimas no es abono donde arraigue lo bonito, digo, si no eres un rematado miserable, te gusta que los demás siembren los colores que tú no ya no eres capaz de sembrar. Pero hete aquí que el Cepeda, el de la casona vecina, les tomó pellejo. Ese seso blando estaba convencido que lo invertido se contagiaba como las pulmonías o las muelas podridas. Así lo cacareaba en la Venta del Pereda: «yo no quiero que por obra de los vientos que me llegan desde la casona del Arniche un día me ponga a sembrar flores». Y el ventero: «pero alma de cántaro, ¡cómo se va a pegar eso!». Y el Cepeda: «vosotros porque dormís retirados y no os alcanzan los aires». Y el ventero: «tú vives a tres horas». Y el Cepeda: «pocas son». Que te falte escuela no quiere decir que te escasee el entendimiento, que o te parieron con eso puesto o su hueco no lo llenas leyendo, y nosotros ya nos olíamos, puesto que Cepeda no rondaba a las serranas que le tiraban los tejos, que era también del gremio y que debió proponerle bailar su baile a los de la casona del Arniche. Pero don Ismael y don Arturo eran marido y mujer que se tienen cariño aunque estén casados, y Cepeda, despechado, cobijó una rabia. Señor secretario, déjeme que le explique que aquí arriba el fuego que prende lo causa la mano humana, que ni los rayos que nos manda el cielo hacen candela. Y la casona del Arniche no echó a arder por designio divino, salvo el que Nuestro Señor haya clavado en los corazones negros de las personas ruines. Allí murió achicharrado don Arturo. Don Ismael se libró por un rato. Se subió al monte a matarse de frío. Y tal que así, estatua helada, lo encontraron entre la nieve, acostado a la vera de unos azafranes florecidos. Los aullidos del Gutiérrez volvieron la siguiente luna llena y no tardó en aparecer el Cepeda con las tripas al aire, como mata el lobo sin hambre. El Gutiérrez se hizo más esquivo y estuvimos una temporada solo sabiendo de él por Nieves y Amalia que le llevaban alimento y compaña al bosque del Lagar hasta que el prestamista Ginés, a causa de unos intereses no cobrados, se hizo con la propiedad de la arboleda y para sacarle réditos se propuso vender su madera a la capital. Señor secretario, no exagero miaja ni decoro con palabras fulleras lo que le diré a seguido: quien nos mienta el Lagar nos mienta la madre. Los de la capital no cobijan tales afectos porque ustedes amansan los bosques en jardines y parques, con sus fuentes, sus bancos, sus paseos, y llaman lobo al perrito faldero, pero un bosque ancho, suelto de refajos, corsés y cordelerías, es ubre que amamanta una serranía. Se le avisó a Ginés que aquello era un desvarío, no solo porque talar el Lagar nos dejaría huérfanos de uno de los vientres que nos parió, sino también porque allí hizo hogar el Gutiérrez. Ginés escuchó nuestras advertencias aunque no para echarse atrás. Pagó a dos furtivos y entraron en el bosque con munición para cuarenta fusilamientos. No salió entero ninguno de los tres. Aun ahora algún serrano encuentra una pierna o mano cortada al tajo. Y vamos principiando el acabamiento, señor secretario, que poca miga más hay que referir; con los primeros deshielos de abril, justo cuando se abrieron los tránsitos y antes de que se personase la autoridad a echarnos un ojo y saldar deudas de sangre, vieron ajilar al Gutiérrez, junto con Amalia y Nieves, hacia los lindes de la provincia, bártulos de viaje a cuestas y andando ligeros. ¿Con qué destino? Eso usted y la benemérita lo averiguarán, que guardan oficio y maña para esclarecer lo que haya que esclarecer y cavar hasta la verdad, que cuando no engaña se acurruca en honda conejera. Y no le extrañe que esos tres compartieran fuga y viaje, no será la primera vez que aquí las carnes juntan y amanceban lo que Dios nuestro Señor creó para estar separado… Licencias de las serranías, señor secretario, que sus soledades son muy grandes y sus gentes muy pequeñas.



Declaración de GREGORIO LIÑÁN ESPINA durante la investigación de las muertes en misteriosas circunstancias de Cipriano Valladares Laín, Abel Valladares Laín, Abelardo Cepeda Arnal, Ginés del Cerro, Jesús Amo Quiroz y Luis Miguel Amo Quiroz.

Raúl Montaner
Secretario del Juez Samuel B. Pintado
Junio-Julio 1933

«En estas serranías, señor secretario, o naces espabilado o ahórrate el porte; que aquí el Mal no viene con saco, pinturero y educado, las noches de relámpagos a acogotarnos con patrañas y novelerías; en estas serranías el Mal se llama hombre y le arrebata a Satanás el oficio».

Gregorio Liñán.








Cristina García Rodero

11/09/2018

Salomónica indecisión

«Eres deshecha en agua
y crees por fin en el amor»

Te mojas, criatura acostada conmigo,
con la lluvia que embrea el puerto.
La noche solidifica arrecifes de luz
y tú te estremeces, te arropas más en mí.
Me pides dioses, el código de barras
de los miedos bautistas. Yo te contemplo
sin contemplaciones: entre tú
y la tormenta que tabletea
los ventanales, me quedo con las dos.








Jim Goldberg

11/01/2018

Paranormal Activity

Galán tose petróleos fumigados al pecho. Galán regurgita negruras. Galán escupe. Milenariamente y gris, se calza.

Algo sanguíneo rebrinca en el azadón que adorna la pared cuando Galán sale a la calle y el apero respira a secano. Engalanar empacha de sinsentido. Oficio huero de gentes modernas. O viejas y pensionadas.

Diluvia sol. Hierve la cal descascarillada. Se costran en tejas las quemaduras. Y los soportales, oquedades abrasadas de horno recién apagado, compadrean con el adversario. Hasta las polvaredas yacen, repudian los achicharrados remolinos. Naufraga de molicie el mundo. La calor triunfa en alud cansino. Y el runrún del silencio de la siesta deslumbra. Es como la pátina de las momias, aleteos de almas en féretros de entomólogo.

A Galán le mortifica caminar cheposo. Él, que fue tanto. A la revuelta de una esquina se detiene. Jadea. Las tripas del respirar, locomotoras flojas y saturadas de gallinas y ristras de ajos, deben soltar lastre. Galán tose. Galán regurgita. Galán escupe. La calor buitrea curiosa su pausa. Grazna desde las alturas y Galán aprieta el paso.

Antes, las siestas, se las fumaba del tirón. Ahora le acometen achaques de señorito: el dormir a saltos, esquinado, el susto a todo, las manos asfixiadas, el cavilar sin porqué, la boca estropajo, el no mirarse al espejo, la arena en los párpados. Algo le cuece la sangre. Algo malo. Que ni se va, ni se acostumbra uno a ello.

—La edad, Galán.

Marcial, el del casino, riñe con el tiempo. Las agujas del reloj de su local, reloj orejudo y achaparrado, han ensartado un instante. El cantinero soba el averiado cacharro como a mula malparidera. Quiere sonsacar a puro tacto en donde se aposenta el estropicio.

—¡Qué edad ni qué...! —bravea Galán y por un segundo se yergue. Se encorva en cuanto que los reúmas mandan firmes.

La gata coja gotea pasos sobre las colillas. Se muda a las sombras del casino. Desparrama su panza de pezones ariscos sobre el frescor de las baldosas, y atiende a Caicedo.

—Solo nos pasa el tiempo.

Con cariño meticuloso se lía el tabaco. En los labios el chicote del anterior, para que no aburra el intermedio. Caicedo se hinchó a catedrático en dos días. Cosa de un forastero que lo retrató y comentó que lucía perfil de pensador. De entonces le viene que hable.

—El idioma, en los pueblos, se usa. No se dice.

Hules pegamentosos y roñegridos arropan las mesas del casino. Moscas y chicharrones de colillas juegan su dominó en miniatura. El Cinzano destaca cual collado mesetario. Crujen en su idioma las sillas: chismorrean, rabian, se emplazan para saldar deudas y otras cuentas.

—Están de hermosas las mocitas que revientan jazmines.

La noche alberga sus propias penumbras; la claridad, las suyas. Las mantecas de luz que atraviesan el ventanal revelan el polvo que estuca el aire. Los moscardones forcejean en el vuelo. Escarban la tela de araña. Telegraman sus vidas a los cuatro vientos.

Llega Arévalo a su hora. Retaco y azuzado. No le enseñaron a crecer. Todavía les levanta las faldas a las mozas que se dejan. Se peina la calva y se lava los dientes cada dos días. Por oler bien durante el arrimo. Que los torpes arrimos traen las cornás.

—¡Buenas tardes haya pa tos! ¡Aviva, Marcial, que me trinca la prisa!

Marcial, con el reloj en la diestra, sirve un chato. Y dos. Y tres. El cuarto no cae porque Arévalo tapa el vaso con la mano.

—¡Ea! ¡Con Dios!

La cortinilla de la puerta pestañea a otra dimensión. Pero no se ha ido todavía Arévalo. Permanece yéndose un rato, desmenuzado en estelas de fotogramas. Emite su veredicto simplón Caicedo.

—Y eso viene siendo desde que Dios es Dios y Satanás diablo.

Galán se acoda en la barra. Suspira yeso.

—Marcial, ¿tú entiendes el rodar del mundo?
—¿Qué hay que entender?

Marcial a la suya. Zarandea el reloj. Pone atención a las consecuencias de su chachachá.

—Pues esto, Marcial. Lo mismo una vez y otra. Una vez y otra. Lo mismo y siempre.
—¿Qué hay que entender, Galán?

Pereda se allega a la barra. Pereda es parroquiano largo y tiznado. Estira el luto de la mujer. Se le fue de un repronto que le cogió a la altura del corazón. Al volver del funeral Pereda descubrió que le había crecido la casa. Casa de marqueses. Casa de ruidos. Casa engrasada de difunto.

—¿Se ha muerto la cuñada del Aparicio?
—No que se sepa —responde Marcial.
—Andaba liada en ello.
—Andará todavía.

A Pereda le gusta que se muera la gente. No se alegra, pero le gusta. De un seco manotazo, como el jaque mate del dominó, planta los cuartos que se deben sobre la barra.

—¡Qué mundo este!
—A ver el otro, Pereda.

Galán se arrima al ventanal. El jilguero martillea colores histéricos contra la jaula. La plaza descuadrada. El campanario enclenque de niño con mucha escuela, el nido de cigüeña coronándolo de espinas. La hembruna fuente. La bandera fea. Y la calor. Rediós qué calor.

Galán piensa que ahora Caicedo dirá: «en un bar se bebe y se está».

—En un bar se bebe y se está —dice Caicedo.

A Galán le vuelve lo negro. Su mal. Galán tose. Galán regurgita. Galán se aguanta el esputo. Se asombra de lo que no veía. El torpe relojero de Marcial, las tontás de Caicedo, la gata coja, la prisa palpitada en fotogramas de Arévalo, las moscas respirables, el luto acatarrado de Pereda, y esta calor con raigambre de olmo..., todo, todo perenne e hincado —como las dos raíces de un reloj roto— a un momento que arde.

El labio de Galán tiembla por la ocurrencia. Asusta el miedo que convence. El que se nos cuela por la cabeza.

—¿Y si fuéramos aparecidos, Marcial?

Marcial se rinde. Deposita el inútil reloj, ya adorno, sobre la repisa.

—Pues seremos.








Algis Griskevicius



De Más vale estarse callado y paracer tonto que abrir la boca y despejar cualquier duda