6/12/2023

Tan tontos como un domingo explicado

Me dirás que cualquier tiempo pensado ya transcurrió, sí, pero
aún a riesgo de virar hacia película polaca de presupuesto
claustrofóbico, admite que todos nuestros besos fueron aquel beso.
A día de hoy, y tal como detallaban los manuales de mantenimiento
de motosierras, la acrobacia zoológica y su incomodidad confortable
lenguetean fuentes de calor ovilladas en el trastero de la limpieza.

Sin otra vía de escape que la papiroflexia de la ropa planchada
nos explicamos los domingos, y sus pespuntes de saliva,
y sus calderillas bancarias, y sus sacios inestables, y sus caricias
bien folladas, aun sabiendas de que lo indecible de las palabras
nos define al igual que la pornografía latente en el historial web,
esguince cardiovascular producto de un desconsuelo masturbatorio.

Somos adultos en régimen decorativo, pavoneo de publicista copando
nuestra guardarropía argumental. No obstante, hagamos un ejercicio
de franqueza al calor de la televisión: tampoco nos cubre el presupuesto
ese romanticismo no eyaculatorio rebajado un 15% cada otoño, tan proclive
él a hojarascas emotivas y Coelhos catedralicios. Se erosionaría el reconcomo
existencial subrayado en nuestro perfil de Instagram. Y no deberíamos
menospreciar tal tensión estructural; por pasajero que sea, el amable exterminio
mostrado con neones de Telecinco sirve de contrafuerte de náufrago.

Para los luminosos midiclorianos cualquier sombra perturba. Para
los que hemos asumido una cifra diaria de necesidades fisiológicas,
toda perturbación clarifica. Y libera. Conclusión: querernos ya no reemplaza
los postres. A lo tertuliano tv que fusila en nombre de la abolición
de la pena de muerte, el tiempo nos desmaquilló con la severidad corseteada
del reloj de arena. ¿A nuestro favor? Que hemos comprendido, cual niño
apaleado por la masculinidad aritmética de un estribillo reguetonero,
que la inconstancia soporta hundimientos que la tenacidad apenas
logra atisbar. La ruina no nos enseñará a prever la ruina, no se discute,
sin embargo, estratifica ese componente arqueológico de toda relación,
ese retrovisor devastado cuando el horizonte tiende a callejón sin salida.

Nos comprometimos a no tener razón y aquí estamos ahora, pleiteando
por la patria potestad del mando a distancia. Tampoco nos alarmemos:
nuestra felicidad nos basta para construir un mundo mejor. Y, en consecuencia,
y como todo hijo de vecino, degollaríamos por un happy end cautelar.
O un «te amo» pactado entre nuestros abogados.




Martin Friederich

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