No le rías las gracias a la risa. La alegría
Te grité —habían puesto por las nubes
a los Smiths— que el poema no nos haría libres,
que nuestra circunstancia no merece escoger
palabras y te propuse follar sin pedirnos
estrategias presupuestarias, probar la cálida
chabola. Quizá fuera la petante música,
el recuento de calderilla para otra cerveza,
los atropellos de tipos muy ajenos, o esa edad
incompatible con el tiempo, pero yo solo escuché tu sonrisa
detenida en su punto exacto de cocción. Todavía
hoy recuerdo tus sonrisas. Sabías salir derrotada
desde todos los ángulos imaginables y sonreír
en una sola dirección: la de las heroínas
que de tanto en tanto ganan sin perder el culo
tras la victoria. Por eso, y porque doctorabas
a tu carne, la poesía te pellejaba como látex.
Donde otros prescribían divanes y prozac,
tú te sacabas la chorra y firmabas vagancias,
seguidillas que te entendían más que el útil frigorífico
tan indiferente a tus calenturas. En el número ocioso,
me dijiste luego, en la calle, te cuento entre ellos.
Entre lo barato, el remiendo y el perro erecto.
El hambre que nos sacia como rutina desbocada.
La nube que se deshilacha y entretanto ama.
Las venas donde maraña el ansia
y nuestros pellejos confines son desacreditados.
Y yo, que por entonces ya conocía todas las respuestas,
cerré el pico y traté de sonreír sin entusiasmo.