11/18/2023

El rebusque

    El sol yaciente descarna los olivares. Las chicharras chisporrotean chismes de comadres chafarderas; mecanizadas, frívolas, olvidadizas. El bochorno desborda los cuatro Nortes y la lejanía se desvanece abisal.
    Aquí, en el olivar, al principiar la siesta, la eternidad se entiende. Es humana. Un instante de sol anclado al polvo.
    —Son de morirse.
    —¿El qué, Heredia?
    —Los meados. No hieden, ni escuecen.
    El ahorcado pesa cabizbajo, arrepentido. Viste endomingado y pende de la rama como títere en reparación. Los tres críos mantienen la distancia. Críos de manos jornaleras y entrecejos en contienda. Críos que se mamaron los dientes de leche. Críos con el hambre muy filósofa, porque cuando se tiene hambre no se piensa en comida, se piensa en hambre.
    —Genaro, Heredia dice que los meados son de morirse. ¿Los meados de los colgados no hieden ni escuecen?
    Genaro dirigía el rebusque que los llevó al ahorcadero. Es el capitán general de los tres. Se ganó el rango porque la tiene morcillona, porque salta la tapia de la mancebía de los Cabrales a pies quietos, porque aprendió a fumar sin que nadiele diera lección y porque, aunque le viva, no tiene madre.
    Como oficial al mando que es, Genaro ya apunta a estatua. No contesta. Se vacía el mirar taciturno en el cárdeno reventón que estrangula la soga.
    —Pues yo no meto la mano en los bolsillos.
    —Se cuelgan los ricos, Lucas.
    —¿Solo los ricos, Heredia?
    —Solo. ¿Y si guarda algún duro?
    Lucas anda justo de entendimiento, no le alcanza para largas travesías. La cojera en el discurrir le viene de haber sido bautizado malamente, ya crecido, con el cuerpo casi hecho persona. La tardanza fue a causa de la guerra, sus padres vivían montaraces y escondidos, y eran de rezo esquivo y a deshoras.
    —Genaro, Heredia dice que se cuelgan los ricos. ¿Los colgados siempre son ricos?
    Genaro no altera la efigie. Lucas vuelve a lo suyo.
    —Copón, Heredia, que está meado.
    —¿Y qué?
    —Pues que está meado.
    —Pero ya te he dicho que son meados de morirse. No de mearse.
    —¿Y si después no es de los ricos?
    Heredia gasta el cavilar de los raposos. Como ellos es cotilla y tunante por naturaleza puerca, y también como ellos sabe de cuentas sin haber sufrido escuela.
    —Va peripuesto. ¿No lo reconoces? Familia del boticario. Julián Cepeda. «Don Julián» le cantan los camareros del Casino. Que lo tengo visto allí. Y en los Cabrales más.
    El trapicheo zorruno de Heredia no halla descanso. Husmea la linde y al menor resquicio ya está dentro.
    —Este visitaba a tu madre, ¿no, Genaro?
    Ahora Genaro se hace de carne y hueso. Su voz descalabra.
    —¡Que no es mi madre!
    —O lo que sea, pero visitaba mucho a la Isabelita.
    —¿Y por qué la visitaba?
    Lucas se gana un sopapo por preguntar. Y otro Heredia, para aprovechar la romería. A Lucas el guantazo de Genaro le ha dolido más por dentro, donde se amasa el cariño a las gentes, que por fuera, donde pasean bajo palio los cardenales. A Heredia el mamporro le ha sabido a confite que vende Encarna. Se relame.
    —Lucas, a Isabelita la visitan los hombres porque es buena y la quieren. Encarna, la de la tahona, la que está frente por frente con los Cabrales, cuenta que este era el que más la visitaba.
    —¿Este? ¿El colgado?
    —El que más.
    —Encarna ya se calculaba el vencimiento, decía que o se metía a cura o se ahorcaba.
    Lucas no está a disgusto con sus cortas luces, a falta de ciencia católica y ángeles de la guarda velan sus sueños las escurridizas salamanquesas, sin embargo, en momentos como ahora, reconoce que tampoco le sobraría estar mejor bautizado. Lucas asiste a las palabras que se cruzan Genaro y Heredia como a monserga de gentes extranjeras.
    —Genaro, ¿una vez no te dio dos perras chicas? Te vio frente al Casino y te dio 2 perras chicas.
    —Le traje tabaco.
    —Y luego te dio 2 perras chicas.
    —Porque me pidió que le trajera tabaco.
    —A mí nunca me lo pidió. Que le trajera tabaco. A mí solo me pide que le traiga tabaco mi padre.
    Heredia, raposo curtido en acechanzas y perdigonadas, es callarse y salir por piernas. Genaro va detrás. No lo atrapa. Pero agarra un canto y de una pedrada hace trastabillar al zorro. Ya presa, Heredia se defiende manoteando, aunque las puñadas que Genaro le atiza no son moscas que se espanten.
    El sol caído entre olivares, el chicharreo industrializado, la insondable y trémula lontananza, el tonelaje del bochorno, la eternidad perecedera, y estos golpes que suenan a tambor de carne y rematan el teatral atrezo de una tierra.
    —¡Es de los ricos! ¡Es de los ricos!
    Genaro y Heredia se aquietan. Lucas, a la carrera, ondea un billete de cinco duros.
    —¡El colgado es de los ricos!
    Genaro se olvida de Heredia y le arrebata los cinco duros a Lucas. Palpa el billete no creyéndose el orinado sueño.
    La tahona de la Encarna y sus rosquillas de anís, y sus pestiños de miel, y sus torrijas de leche, y sus tortas de aceite: los tres críos, en idéntica cadena de montaje, fuerzan a sus hambres a que piensen en comida.
    Genaro rompe el trance salivoso.
    —¡Lucas, vete y sácale la ropa! ¡Y mira si lleva reloj!
    Lucas asiente. Pero no llega a cumplir el mandado. Lo frena el siseo ambulante de una salamanquesa. Orejas tiesas, con la quietud tensa de un perro de muestra, Lucas escucha la calor. Avisa a los otros dos.
    —¡Los guardas del olivar!
    Los tres críos recogen los talegos del rebusque y se ponen a cubierto. La siesta arropa con mantas. El calor cementa el aire. Las chicharras manufacturan indiferencia. El sudor remienda el espaldar y las sobaqueras de los críos que, desde la distancia, observan el hormigueo de tricornios y dan por perdidos la ropa y el reloj.
    —¡Nos volvemos!
    Dispone Genaro. Lucas, perrito faldero, retoza en torno suyo.
    —¿Qué haremos, Genaro?, ¿eh?, ¿qué haremos con los cinco duros?
    Lucas propone panes para un mes. Lucas propone esconderlos como el lince que se guarda la caza cuando anda saciado. Lucas propone comer de noche, después de las peonadas. Lucas propone meter cuatro perras en el cepillo de la iglesia, por ver si le compensa algo el flojo bautizo.
    —¿Eh, Genaro?, ¿los cinco duros nos darán para mucho?
    Heredia, tras la pareja, anda guiñando a las malas un ojo amoratado. Se tienta la nariz rota y escupe sangre.
    —Mientras no vaya a que lo quiera la Isabelita.
    Y arranca a correr.





Chris Killip




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