12/10/2023

Venancio el Asomado

—Como fue loco apedreado, y estaba falto de bautizo, no le hicieron hueco en el camposanto, y en la cuesta de los Zarzales, antes de allegarse a Las Cañas, ¿sabe usted dónde le digo?, pues allí, casi en el cruce que ajila a la venta del Pereda, le dieron sepultura. Aunque muy regulero, porque eran las fiestas del pueblo y el mozo que menos iba ya alzándole las enaguas a la imagen de la Virgen de los Desconsuelos. Y entre lo mentado, las ganas de volverse a la jarana, la noche y sus sustos, y el no haber un subalterno para los arreglos con el otro barrio, que por entonces don Anselmo, el párroco, andaba metido en carnes con Teresita, la casada con el alcalde Adelino Cifuentes, se explica que el mocerío dejase al Venancio con la mano zocata sacada fuera de la tumba. A ojo de buen cubero, desde codo hasta el principiar los dedos. Ocurrió tal como se lo refiero, sin demasías o coloreos que agrandan la verdad a cuento, que una servidora, Facunda Constancia, anda sobrada de faenas para entretenerse los reúmas y las melancolías echando embustes a forasteros. ¡Ay, Venancio, Venancio, qué mala vida te tocó hasta después de muerto! Nació con su cojera en el discurrir y de todos los muchos y malos vericuetos que arrastra un entendimiento escaso, el peor es que atrae la mala fe de los vecinos como moscas lo aliviado; guasas, escarnios, timos, que solo hay una verdadera bestia en este mundo y todavía no se la ha visto andar a cuatro patas. Y ahí, en los que trasiegan a cuatro patas, encontró compaña el pobre Venancio, que se entendía con ellos como paridos por la misma madre. Y no señalo solo a los animales de corral, que también, sino a los que retozan a su gusto por los montes; liebres, linces, corzos, jabalíes le venían a comer de la mano y a compartir pareceres en sus lenguas. Aunque como usted comprenderá, y para volver al redil de la historia, un brazo así asomado ponía el vello como alcayatas, por no mentar que le acarreaba al pueblo malas pestes. De las que hieden y de las que se comadrean, porque prendió el chisme en las villas contiguas y no hubo «cada cual» que no lo aventara según sus «cada cuales»; «que medio enterrábamos a nuestros deudos porque teníamos muy justa la educación católica», «que nuestros difuntos no se dejaban sepultar bajo la cruz porque eran de bautizo de secano», «que nuestro camposanto parecía el hundimiento de un barco, con docenas de ahogados manoteando para aguantarse a flote». Dar aviso a la autoridad fue gastar saliva para escupir al mar, porque Adelino Cifuentes, el alcalde por aquellas fechas, y para desquitarse de la empitonada del señor párroco, había cogido a Pascual, el sacristán preferido de don Anselmo, y con paciencia y palabras modernas, le estaba torciendo la fe de Cristo. Y en vista de que no mandaban los capitanes, pues nos pusimos a mandar los marineros; en los corrillos que se reunían por el pueblo quedábamos conformes en allegarnos a la cuesta de los Zarzales y quitar la mano del Asomado, a pisotones, de una patada, o con la hoz. Pero del dicho al hecho hay largo trecho, y más cuando la muerte anda repartiendo naipes, de manera que siempre que el hervor estaba a un pelo había una voz que apagaba la candela recordando: «cuando asoma, por algo será». ¿Y qué tienen las faenas que se van dejando para luego?; pues que duran sin hacerse igual que yunque tapado en paja, que ya lo pregonaba mi abuela como remedio a todas las dolamas; «si quieres aguantar viva, ataréate, y deja el morirte para mañana». Y llegamos a Toribio, el de la calle Real. Convivir treinta años con una borrica se dice pronto, pero hay que ponerlos uno detrás de otro treinta veces para medir lo que abultan, y que en este tiempo fue tanto el sentido cariño que Toribio le cogió a la Nicasia, que así tenía por nombre la borrica, que la convirtió en persona, y no se atrevía a darle muerte estando como estaba el pobre animal en las últimas, rebuznando sangre y sin ponerse en pie. Una tarde, yendo Toribio para la venta del Pereda, vio al Asomado, y recordándose de lo bien que se entendía con los animales, se hincó de rodillas y le rogó a la mano a ver si pudiera obrar el milagro de matarle a la borrica, sin dolores de mala muerte, en paz, como cualquier persona decente y católica quiere que se le vayan los padres. Y cuando Toribio vuelve a su casa, ¿qué se encuentra? Lo que usted ya se calcula; a la Nicasia más finada y más feliz que un querubín retratado en cuadro, que no se lo digo yo por darme la razón, que no había voz contraria en el pueblo porque Toribio celebró velorio y convidó a anís al que pasara a despedirse de su Nicasia. Luego vino Laureano y sus galgos acabada la veda de caza, Hortensia y sus tres gallinas poco ponedoras, Honorio y su mula con la pata quebrada, Leocadia y el cordero lechón, y así le podría estar diciendo un rato largo, que para San Martín de ese año todos los cochinos de la matanza se hicieron morcillas y chorizos por mediación del Asomado. Solo había que allegarse a la cuesta de los Zarzales, pedirle a Venancio su amparo, y mano de santo... aunque esté feo decirlo. Y muy a mi pesar, lo feo ya no saca la cuchara de este plato. Las cabezas, cuando piensan sin un conocimiento que las rija, le quitan el oficio a Satanás, porque para lo bueno no, pero para lo malo todos nacimos catedráticos, y peor en un sembradío como este donde no hay número para ajustar las cuentas pendientes de unos con otros y sus viceversas, que en los pueblos chicos se guardan las ofensas y sus viceversas entre mudas blancas. En octubre fueron Román y Gabriela, al acabarse noviembre Abel. y para Pascuas, Teófilo, las 3 hermanas Casilda al principiar el año, Fermín y su compadre Nicanor ya entrado febrero... Tocábamos a funeral por semana; entre velorios, misas de difuntos, entierros, sentidos pésames no nos daba tiempo a lavar la ropa de luto. Don Anselmo y Adelino Cifuentes por fin averiguaron lo que se cocía en la cuesta de los Zarzales y los dos, muy serios, quedaron en ponerle enmienda. Pero pregonan las malas lenguas, siempre muy atentas a las idas y venidas que acontecen de madrugada, que vieron a don Anselmo y a Adelino Cifuentes visitar al Asomado a horas distintas y por caminos diferentes, y con poca disposición de enmendar ningún entuerto por ir el uno sin alguaciles o sepultureros y el otro sin sacristanes o santos óleos. Cifuentes, el alcalde, murió evacuando. Dice Teresita que le vino muy esquinado el alivio y que del esfuerzo se le estropició la mitad derecha del organismo. Don Anselmo se traspuso frente al altar mayor de la iglesia de un rezo tan sincero que, según refiere Pascual, a los arcángeles les dio coraje bajarlo del reino celestial. Al paso que saldaba cuentas Venancio pocos hubieran quedado en el pueblo para la siega, pero por fortuna, hasta Satanás se lía sus cigarros y reposa, y durante los meses siguientes el Asomado se fue pudriendo por obra del viento, las heladas, el granizo y las bandadas de cuervos, hasta que ya no tuvo ninguna cuarta asomando y los ruegos y las plegarias de los vecinos cayeron en yermo. Así acaba la historia de Venancio el Asomado y así se la ha referido una servidora con las cuatro letras que sabe manejar y su buen juicio, porque a doctrina católica cualquiera me manda callar, pero a hablar en cristiano le echo un pulso al obispo que me pongan delante, y por eso remato mi testimonio y vuelvo a mis quehaceres con una de las verdades que sostienen este y el otro mundo: de existir el infierno es un pueblo chico.



Josef Koudelka


0 Comentario: